En yungas vertical, deporte de vértigo
A una hora de La Paz, en Chuspipata, se halla la única vía ferrata de Bolivia, una forma de escalada segura apta para casi todos.
A pocos metros del borde del estrecho camino de tierra, en la ladera de la montaña, se ve el antiguo trayecto del tren que debía unir La Paz con Beni. Fue hasta aquí, en Chuspipata, Nor Yungas, donde llegaron los rieles para el proyecto de transporte férreo inconcluso. Mucho más abajo está la carretera que conduce a Sud Yungas. Desde la curva del camino donde estamos se ve en lo hondo el Castillo del Loro.
Nos encontramos a unos 3.800 metros de altura sobre el nivel del mar en la ecovía que conduce a las comunidades de San Juan de la Miel y Villa Ascensión.
Son los habitantes de esos dos poblados (que realmente es uno: los jóvenes se han “independizado”) los que gestionan la única vía ferrata en Bolivia con el nombre de Vertical Route. Se trata de un itinerario, tanto paralelo a la pared rocosa como perpendicular a ella, por el que se avanza gracias a unos anclajes de acero inoxidable pegados a la roca con resinas químicas de alta durabilidad y a las cuerdas y mosquetones que amarran a los deportistas a un cable de acero, llamado también línea de vida. El sistema de gradas y sogas aguanta entre 5.000 y 7.000 kg.
Hay cuatro guías locales, jóvenes de la comunidad que, en el día de nuestra visita, no pueden llegar, ellos están 40 km más adentro —se comunican por un camino estrecho que suele estar más fangoso que seco (se ve poco el sol en este lugar)—, trabajando la tierra. No les es fácil moverse. Hoy, es Freddy, comunario y capacitado también como guía, quien nos lleva a conocer el deporte de aventura. “Tendré que saltar”, se resigna, mirando hacia arriba: a 80 metros del suelo hay un cable de 100 de longitud. Es una zipline o tirolina, una línea de acero que conecta dos extremos en desnivel entre los cuales hay un abismo, y por el que una persona se desliza gracias a una polea impulsada por la fuerza de la gravedad. Como hoy no han venido los monitores, Freddy tendrá que subir primero y lanzarse.
Además de él, también nos acompaña Didac Cabanillas, el artífice de esta ruta. Es un catalán afincado en Bolivia desde hace diez años, ingeniero industrial, fotógrafo y un apasionado por el deporte desde niño. Ha realizado, y sigue haciéndolo, varias instalaciones deportivas en el país, como el canyoning de Santa Rosa del Brabante, también en Yungas (ver Escape del 18 de septiembre de 2011).
Freddy y Didac sacan el equipo del auto: cuerdas, arneses, cascos, guantes, mosquetones… Lo primero que hacen es explicarnos qué vamos a hacer: para comenzar, hay un rápel o, lo que es lo mismo, un descenso con soga por una pared vertical de 17 metros de altura; después, 30 metros de recorrido horizontal sobre un puente tibetano y, al llegar al final, está el primer tramo de vía ferrata, que nos llevará de nuevo hasta el camino, unos metros más adelante. Cruzándolo nos toparemos con la siguiente pared, donde arranca el itinerario de gradas vertical más largo de todo el recorrido, hasta alcanzar la plataforma desde donde hay que lanzarse por la tirolina. Una vez en la parte del frente, hay un último rápel, de 25 metros. Y ahí acaba el recorrido. Ahora que ya se sabe lo que me espera, toca ponerse el equipo para hacerlo en persona.
Seguridad ante todo
Primero, hay que colocarse el arnés, que tiene tres partes: una para cada pierna y otra que queda a la altura de la cintura. Se pone como un pantalón, desde los pies hacia arriba, y luego se ajusta tanto a la anchura de las piernas como a la del cuerpo. Después, Freddy amarra a la cinta del arnés un ocho y dos mosquetones automáticos: el primero sirve para bajar por la pared de la montaña; los segundos, para atarse a las cuerdas del puente y al cable de vida de la vía ferrata.
Didac prepara la cuerda para el descenso, a la que hay que unirse con el ocho del arnés. “¿Duro o suave?”, pregunta antes de pasar la soga. Según se haga el amarre, se baja más deprisa o cuesta más deslizarse. “Yo quiero bajar rápido”, respondo. Una vez que está el equipo listo, echo a andar tras los pasos de Freddy, que ha bajado primero. Los metros del inicio no tienen mucha inclinación, hasta que se llega a pared vertical. Es entonces cuando hay que separar bien las piernas y sentarse en el aire hasta conformar un ángulo recto con el muro rocoso. Y a bajar. Para los poco experimentados, el descenso se hace pasito a pasito, con algún leve resbalón ocasional. Los que ya saben de esto, llegan al final en unos pocos saltos (y así es más divertido).
Abajo, sobre un escalón de acero adherido a la montaña, aguardo a que Didac baje la pared en unos pocos saltos para que libere la cuerda del ocho de mi arnés y enganche los mosquetones a dos de las tres sogas de las que se compone el puente, y que quedan a la altura de las axilas de una persona adulta.
Por la tercera, a modo de cuerda floja circense, hay que caminar. Existen dos formas posibles de hacerlo: en línea recta (se va más rápido, pero es más fácil perder el equilibrio) o de lado (lento pero más seguro).
Primero, pruebo a andar recto, pero el puente se balancea y me acuerdo de que tengo vértigo, sobre todo cuando miro abajo, allí donde la falda de la montaña se pierde entre la maleza. “¿Qué pasa si me caigo?”. Las cuerdas me sujetarían pero… no veo la forma en que pudiera incorporarme para volver al puente. “Te quedarías colgada como un jamón”, bromea Didac. Así que pruebo la otra forma de atravesar la pasarela y sigo hasta el final. Entonces, desengancho los mosquetones, lentamente por la falta de hábito, y los enlazo al cable de vida de la vía ferrata. Para hacer la subida, los guías recomiendan llevar la correa de la que cuelgan los mosquetones apoyada sobre el brazo porque, cada cierto número de gradas, hay que abrirlos, desenganchar uno y enlazarlo con el siguiente tramo de soga, y repetir la operación con el otro. Si se deja la correa suelta, se engancha y hay que agacharse para recogerla y poder cambiar de soga.
Mientras tanto, Freddy pasa por encima de nuestras cabezas colgado de la tirolina. En 16 segundos llega de un punto al otro del cable. Los siguientes somos nosotros, pero aún tenemos que ascender hasta donde arranca el zipline.
Una vez en el camino, nos liberamos del cable de vida y toca subir el siguiente tramo, hasta la plataforma de salida. Este trozo es más largo y vertical, algo que no se nota al principio. Empiezo la ascensión en compañía de Didac, que va unos metros por delante. Charlamos animadamente hasta que dice: “Así hablando ni te has dado cuenta de lo alto que estamos”. Lo comenta poco antes de llegar a la tirolina. Miro hacia abajo… y me da un ligero mareo. El vértigo, de nuevo.
Ya veo la plataforma. Apenas caben tres personas apretadas sobre unos gruesos fierros rojos a través de los cuales se observa el lejano piso. Eso hace que sea difícil distinguirla de la montaña desde abajo y ahora, aquí arriba, se esfuma el valor y entra el miedo. El cable resiste 10 mil kg, según el fabricante; un estudio de la Universidad Mayor de San Andrés dio la cifra de 17 mil kg de aguante. Es decir, sé que no me puedo caer, pero da pavor sólo pensar en levantar los pies y lanzarse al vacío. “Una vez estuve aquí 20 minutos convenciendo a un tipo para que se lanzara”, desafía Didac. No es cuestión de obligar a nadie, pero deshacer el camino (volver por la vía ferrata hasta la carretera) no es fácil.
Volar sobre el barranco
Mi arnés ya está enganchado a la polea, sólo falta tomar la decisión. Tras varios minutos en los que intento convencerme de que no hay por qué tener miedo, de preguntar una y mil veces lo mismo a Didac y de que él prometa que uno sólo se asusta durante los dos primeros segundos, allende de los hambrientos mosquitos que nos masacran, me decido. Me siento en el aire y levanto los pies, ¡y allá voy! Suelto un grito y, enseguida, se pasa el terror a la altura y disfruto de los 14 segundos restantes, observando el bello paisaje yungueño.
Al final aguarda Freddy, que me desliga del cable. Por último, únicamente queda bajar el rápel de 30 metros hasta el punto de partida.
Ya se ha pasado el frío de la mañana y empieza a apretar el calor. Recogemos el material y nos metemos en el auto con la idea de parar en Pongo para recuperar fuerzas con una trucha. Más que la actividad física, los nervios son los que han hecho aparecer el apetito.
La Razón