Viaje a ninguna parte…
No hay yungueño que no tenga a algún familiar muerto en un vehículo embarrancado. La última tragedia ocurrida en las carreteras de Yungas fue la del bus que llevaba una delegación estudiantil de Chicaloma. Una crónica que va más allá del simple número de muertos y heridos…
Por Guimer M. Zambrana Salas
Revista IN
Juan Carlos Deheza estrenó un “cangurito” blanco en la fiesta de Chicaloma. ¿Cómo no iba a llevarlo puesto en el viaje de la delegación de su colegio? Si fue en lo primero en que pensó para ponerse aquella mañana en que su mamá le hizo despertar para que llegara temprano al lugar en que iba a abordar el bus. La noche anterior había sido corta, pues, estuvo hasta altas horas con sus amigos haciendo planes para el viaje. Claro que en ninguno de ellos entraba –ni por asomo- la posibilidad de una tragedia. ¿Cómo iba a pensar siquiera que su nuevo “cangurito” blanco terminaría el día bañado en sangre?
Sí, era un día normal en la siempre alegre y bulliciosa Chicaloma. Había llovido intensamente hasta eso de las nueve, por eso decidieron retrasar un poco la partida. Los chicos y chicas que iban de un lado a otro, con mochilas y maletines, le habían puesto su sello a la mañana. Si hasta se rieron los vecinos que vieron al presidente de la Junta Escolar, Felipe Cala, corriendo tras el bus para alcanzarlo en las afueras del poblado… Nadie se habría dado cuenta que era 7 de junio, día de Corpus Christi, si la muerte no se encargaba de poner su huella al calendario.
Si apenas horas antes había terminado la festividad del Señor del Gran Poder, patrono de la población. Las comparsas, la orquesta, la misa de fiesta, la pelea de gallos, las cervezas, la fritanga, los yungueñitos… Todo estuvo en su lugar. ¿Quién iba a pensar entonces que al pequeño templo del pueblo iban a entrar con los pies de frente muchos de quienes tres días antes habían ingresado de pie?
Si parecía que el bus transportaba alegría. Casi 30 chicos y chicas, unos sentados, otros parados, unos charlando, otros escuchando música en el celular, alguno/a que otro/a flirteando, los menos durmiendo, para la risa de sus compañeros: “Traigan la cámara”. Estaban seguros de clasificar a las finales de las olimpiadas en Palos Blancos. Más tarde los recordarían los vecinos de Chulumani: “Han debido ser esos jovencitos que han pasado haciendo barra”.
Hasta que sintieron aquel violento golpe que iba a cambiarles la vida… o la muerte. No era el mundo el que se les venía encima, sino maletines, bolsos, fierros, vidrios, asientos y personas. De sopetón todos aparecieron adelante, luego en la izquierda, en la derecha, echados, de cabeza…, los gritos de la gente se confundían con el ensordecedor ruido de las toneladas de metal que se retorcían al deslizarse por el precipicio. Fueron unos pocos segundos, pero parecía que la caída jamás encontraría fondo.
Luego el silencio. Cuando Sergio Iriondo levantó la cabeza vio el rostro de la muerte en su peor expresión: A su lado yacía el cuerpo sin vida del director de su colegio, completamente destrozado. Lloró. Ese cuerpo pudo haber sido el suyo. El muchacho junto a otros tres compañeros habían ocupado los primeros cuatro asientos del bus panorámico en Chicaloma. Antes de partir, su profesor les pidió que busquen otros porque los docentes iban a viajar en esos lugares. Murieron los cuatro ocupantes de esos sitios.
Se levantó y buscó a su tío, quien también viajaba en el bus de la muerte. Lo encontró aplastado por uno de los buzones del vehículo. No sabe de dónde sacó las fuerzas con las que levantó el metal para liberarle del peso que lo estaba asfixiando. Luego comenzó la búsqueda de su amigo Juan Carlos Deheza, al que halló fuera de sí.
Para Juan Carlos sólo fue una pesadilla. Se había dormido profundamente mucho antes de llegar al fatídico lugar, tan profundo que recuperó la conciencia una semana después. Cuando llegó al fondo del barranco una piedra le golpeó en la nuca y, de no haber sido la oportuna intervención de su primo Ariel, habría sido sepultado por el alud que se deslizó tras el bus.
En cuestión de segundos, ese pasivo muchacho que todos conocían se había convertido en una fiera que no permitía que nadie se le acercase, al extremo que tuvieron que sujetarle a la cama en el hospital donde fue atendido. La mañana en que volvió a ser el Juan Carlos de siempre, abrió los ojos y pensó que estaba en la posta sanitaria de Chicaloma. Su mamá le contó lo que había sucedido, pero él se negó a creerle, peor aún cuando le dio los nombres de sus amigos y amigas fallecidos.
Aquella tarde transcurría tranquila en Chicaloma, ajena a lo que les acababa de suceder a sus jóvenes hijos. Sin saber por qué, algunos habían retornado temprano de la cosecha de coca, los más seguían doblados sobre los surcos de cultivo del arbusto. Los pasajeros del bus que ingresa desde La Paz -que ya había arribado al poblado- habían comentado a su llegada que se cruzaron con el bullicioso vehículo en que viajaban los chicos. Las escasas tiendas tenían ya el balay en la puerta para anunciar la venta de pan fresco para el té, el cielo estaba despejado y no había nubarrones que anuncien tormenta, hasta que llegó aquella llamada telefónica…
“Dile a mi mamá que nos hemos accidentado”, alcanzó a decir por el celular uno de los chicos. Fue suficiente para que los corazones de los pobladores comiencen a latir cual cajas/bombos golpeados violentamente, pero esta vez no al ritmo de la alegre saya. Chicaloma es una población de no más de 1.500 almas. En ese bus con más de 40 pasajeros todos tenían algún hermano, padre, hijo, sobrino, ahijado, amigo…
Sin esperar mayores noticias, los familiares abordaron como pudieron el bus que acababa de llegar de La Paz para ir en auxilio de los suyos. Algunos se fueron con la vieja camisa y las abarcas que visten para el trabajo diario. Otros no tenían un peso en el bolsillo, pero ¿qué interesa todo ello cuando la vida de tu hijo está en peligro? Quienes se quedaron en el lugar corrieron a los receptores de radio para escuchar las emisoras locales que comenzaban a informar sobre la tragedia: Que el nombre de la persona cercana aparezca en la lista de heridos era un alivio, pues, los que no eran nombrados estaban en la otra, la de los que ya no necesitan cédula de identidad.
Los cadáveres llegaron a Chicaloma durante la madrugada. Ningún poblador se había acostado hasta entonces. Los descargaron en el pequeño templo del lugar y el llanto -reprimido durante toda la jornada- inundó el poblado. Nadie en el lugar recuerda una noche más fría que aquella.
Al día siguiente la población se llenó de gente y también de conjeturas: La mamá que se soñó con agua sucia la noche anterior al suceso y que por eso no quería que viaje su hijo, la señora que vio en el interior del bus siniestrado la imagen del Señor del Gran Poder y que no pudo visitar la casa de la dueña del vehículo para advertirle del peligro, el papá que escuchó el canto de un pijmo -un ave de mal agüero- aquella mañana mientras se dirigía a su cocal…
Chicaloma jamás olvidará el día del entierro de sus víctimas. Además de autoridades de varios municipios yungueños, llegaron pobladores de toda la región. Unos por curiosos, los más para expresar su solidaridad por tamaña tragedia. Hace muchos años que un solo poblado yungueño no perdía de sopetón a semejante cantidad de sus hijos. El pequeño camposanto jamás había recibido tantos y tan jóvenes cuerpos en una sola jornada…
Un mes después del hecho, Chicaloma aún esperaba que esa fría noche amanezca. Varios de sus heridos aún se recuperaban en centros de salud de la ciudad. Para el día en que visitamos el lugar se anunciaba la llegada de uno de ellos, pero ya no de pie, sino sobre una silla de ruedas.
Pero la tormenta siempre pasa. Elvira Quispe perdió en el accidente a su hijo Deivid, de 16 años. Dos semanas después del suceso llegó al poblado su hija Amira Guisel, tras siete años de ausencia. Ella concluyó sus estudios de Medicina en Cuba y retornó al país hecha una profesional. “No sabía si llorar o reír al ver a mi hija después de tantos años”, relató la confundida madre.
La cancha de fútbol fue otra de las víctimas de la tragedia, quedó desierta durante varios días. Al fin y al cabo, los chicos y chicas habían muerto o estaban heridos por ir a jugar fútbol. “Dos de los chicos que han muerto estaban listos para la Selección mayor”, se lamenta Juan Barra, el formador de los nuevos futbolistas del lugar, pero prosigue con su tarea de pulir talentos como lo hizo en su momento con Augusto Andaveris, el delantero de Wilstermann y el equipo nacional. Sergio Iriondo ha vuelto a calzar sus chuteras y Juan Carlos Deheza sube ya al campo deportivo para ver jugar a sus amigos… Ambos mantienen intacto su sueño de jugar algún día en el Bolívar, aunque también se mantiene y mantendrá intacto el recuerdo de aquel día en que abordaron ese bus que los llevó a ninguna parte…